Lo bueno se hace esperar, pero al final todo llega. 

Y eso que algunas plantas ya estaban en el suelo a finales de febrero…

Cuando era pequeño yo tenía un pueblo. Uno de esos pueblos de la España que ahora llaman vacía y que siempre fue abandonada, remota y oscura. Uno de esos pueblos a los que nos aferrábamos los chicos de barrios humildes porque preferimos “ser de pueblo” que de «barrio chungo”. 

Total, uno crea su biografía como le da la gana. El caso es que los demás se la crean.

En ese pueblo, que era el mío más por vocación que por nacimiento, mis abuelos vivían rodeados de un mundo tan diferente del actual que muchas veces pienso que me traiciona la memoria. Me da hasta vergüenza escribir de cómo era esa vida, delataría fácilmente el chorro de años que tengo. 

Creo que no nos damos mucha cuenta de la violencia y rapidez de ese cambio en nuestro país. Para un sociólogo, algo así como para un geólogo que, cómodamente sentado en una silla, viese en tiempo real como se levantan las grandes montañas del ultimo plegamiento alpino. Pero en tiempo real, todo delante de sus ojos, en unas pocas horas.

En ese pueblo remoto de mi niñez pasaban muchas cosas. Pero sobre todo pasaban despacio, increíblemente lentas. 

Teníamos una pared donde mi madre y mi tía apuntaban el crecimiento en altura de la chiquillería familiar llenándola de rayas con fechas. Yo las miraba con asombro, estaban muy cerca unas de otras. Crecíamos despacio, muy despacio. 

En este pueblo todo iba despacio, entre visitas al corral, a falta de baños y viajes con mi tía a por agua a la fuente, que tampoco había agua en las casas, el tiempo era plástico, derretido, como los relojes deformados de las pinturas de Dalí. 

Pero entre todos los rincones del pueblo y de la casa de mis abuelos había uno en el que todo iba especialmente despacio: la chimenea. 

En la chimenea de la casa lucía un fuego que yo, con mi ingenuidad infantil, creía eterno. Siempre ardía, daba igual la hora del día o de la noche, siempre tenía llama y rescoldo sobre el que comenzar un nuevo día. Y junto al calor de los leños en la chimenea siempre varios pucheros de barro y una cafetera de chapa con agua caliente.

La higiene también pasaba por esa chimenea angular del hogar y el agua, sobre todo en invierno, tenía que ser caliente. Y en esos pucheros, desde el amanecer, la comida de todos, personas y animales, al calor, horas y horas, haciéndose lentamente, como se consume la leña de roble o de carrasca, la buena, despacio, despacio. 

Y una señora de negro, como todas las señoras de negro de todos los pueblos vacíos, añadiendo agua al puchero una y mil veces. 

Y al final, la patata, porque todos los guisos de esa España llevaban patata que ha quitado mucha hambre.

Y luego a uno se le olvida que no hace tanto tiempo, los pucheros podían estar al fuego días enteros. Y también se nos olvidan los sabores de esos pucheros y las mujeres y los hombres que vistieron de negro de por vida y que prepararon esos pucheros y cultivaron los productos que en ellos se cocinaban. 

Y cuando hablo con nuestras tomateras, y les reprocho que después de cuatro meses que las plantamos aun no tengamos tomates maduros, me responden que son de pueblo vacío, como la madera de roble y los pucheros de barro. Lentos, muy lentos, pero de verdad.

Me decía un amigo iluminado de esos que tengo yo, que lo malo no es hablar con la presentadora de televisión cuando estás viendo los informativos, lo malo es cuando te contesta.

Igual que yo con los tomates…

Bienvenidos a una nueva temporada de tomates de montaña, en Fantova.