El discreto encanto de los extremos

El discreto encanto de los extremos

Ya lo tituló Buñuel en su película sobre la burguesía, y los puso a parir. Lo del discreto encanto siempre suena a chamusquina.

No tengo mucho tiempo para pararme a pensar, ni siquiera para saber donde estoy, pero ya se encarga mi cuerpo de recordármelo.

Aún tengo un ligero cosquilleo en la punta de los dedos mientras una tras otra voy enterrando los plantones de las tomateras. Así hasta 2.000 plantas.

Mis manos se resisten a volver de ese frío intenso, hiriente, que es más agudo cuando tengo que quitarme los guantes para hacer fotos a -25º.

Ya no estoy en Groenlandia, ahora estoy plantando tomates en un país arrasado por la sequía y con una temperatura, sobre todo bajo plástico, que es más propia de pleno verano.

Pero mis manos no lo saben. No pueden o no quieren enterarse de que se puede pasar de estar a -20º a pleno sol, a bajo ese mismo sol a +35º en apenas cinco días. Intento que lo entiendan, hablo con ellas.

Estas manos que son la verdad absoluta porque son las que me acercan a las caricias de mi hijo, a la textura de la nieve, al trabajo en el campo. Que me permiten hacer fotos, tallar la madera, pasar las páginas de los libros preciosos de mi biblioteca.

Y se lo digo muy en serio, se puede pasar en horas de trabajar a -30º a ver cómo se llenan de durezas a +35º. De verdad, les digo, no es una broma, esto es la vida.

Este es el mundo diverso que nos ha tocado y por eso nos gusta, porque está lleno de extremos.

Hablo con los Inuit, veo cómo viven y sospecho que algo pasa que se me escapa. De repente se han vuelto pescadores cuando antes solo la caza era posible. El calentamiento de sus aguas ha producido que los fletanes acudan en tromba donde antes no estaban. Y la retirada del hielo ha permitido que algunas zonas, pequeñas, puedan dedicarse a la agricultura y la minería.

Miro con pena como desaparece una cultura ancestral. Con la misma pena patética y urbanita con que miraba el pueblo de mis padres, en Albacete, cuando acudía en verano y ya no encontraba mulas y burros, sino tractores. Hasta que un día descubrí, que en casa de mi abuela había aparecido un baño. Y ya no tenían que ir a cagar al campo como yo había visto hacer cientos de veces a mis abuelos y a mis padres.

Y de repente, yo que soy más bien finolis, no supe si sentir pena por lo que se perdía o alegría por no tener que ir al corral a ”hacer de vientre”.

Dentro de unos años, no muchos, quedarán trineos, como quedan coches de caballos en Sevilla, para que podamos satisfacer las ansias de “primitivismo» de los que acudan a un mundo que fue. Pero de nuevo, el progreso habrá alcanzado a muchos que, cuando los demás teníamos ya televisión, aún morían de hambre si les tocaba un mal año de caza.

Y esas reflexiones me las voy haciendo yo, optimista por naturaleza, mientras, en un trineo tirado por doce preciosos perros, voy recorriendo uno de los espacios más virginales y maravillosos de nuestro planeta.

Los iceberg, y los -25º, y los osos polares, y todos los elementos que crean esta maravilla de territorio siguen allí ajenos a nuestra marcha.

Y eso es lo que tenemos que proteger, lo que nos rodea, lo que nos hace ser de algún lado, tener raíces y recuerdos. Lo demás, sus gentes, su evolución, sus maneras de intentar ser felices, sin duda cambiará.

¿O es que queda mucho de los mundos que relataron Kipling o Conrad? Y siguen estado de plena actualidad y seguimos emocionándonos o temblando cuando los releemos.

Ya estoy sudando de lo lindo y con los riñones al jerez mientras me inclino mil veces plantado tomateras.

Y todas esas cosas pienso y siento entre los extremos. El Ártico y el Invernadero.

Y siempre, siempre, siempre que me pasa esto, recuerdo a una viejecita, junto con otras de su edad, sentadas en un poyete de un pueblín (que diría Óscar) perdido en la montaña abulense. Nosotros, mi compañera y yo, insultantemente jóvenes, les preguntamos que a qué se dedicaban en semejante villorrio. Nos contaron cuál era su día a día, nada diferente de casi todos los pueblos.

Pero la más vieja concluyó la charla a modo de sentencia con una frase. Dijo:  “… y así se va pasando la vida”.

Y este año, espero que con más suerte que el pasado, volveremos a tener tomates.

Y entre tomates y temperaturas extremas, un año tras otro, se irá pasando la vida.

 

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