La silla de montar

La silla de montar

Es lo que tiene abrir cajas. Cajas que han permanecido muchos años en un trastero esperando a que la vida nos dé el espacio necesario para volver a, como dice Serrat, “desplegarse como un atlas”.

Sobre todo, son libros. Aunque una biblioteca no es solo una colección de libros. Son libros que te hablan y muchas cosas más que los acompañan.

Siempre cuento esta anécdota, pero ahora viene tan al pelo que la recordaré de nuevo:

Volviendo de una expedición a un monte remoto e inexplorado del Tíbet nos recibió José Bono que por aquel entonces era el Presidente de Castilla La Mancha y que había tenido a bien financiar la aventura. Ante una piedra del glaciar de nuestro campo base (¿?) que le ofrecimos como regalo de nuestra odisea, pronunció una de las frases que más hondo me han calado en tantos años de escuchar tontadas.

Fue en ese momento en el que entendí que teníamos José Bono para años como de hecho ocurrió.

Dijo El Prenda, mirando fijamente la piedra, que perfectamente podía proceder del adoquinado reciente de la ciudad de Toledo:

– “Lo pondré en mi estantería, me gustan estos regalos porque aún no tengo edad para vivir de los recuerdos, pero ya los recuerdos me ayudan a vivir” (sic).

Pero qué personaje, lo clavó.

Ahora me paso días abriendo cajas que han contenido mi biblioteca y mi memoria durante diez años. Y a uno se le olvida lo que fue. Sí, sí, se nos olvida.

Estoy cansado de tópicos que dicen que la «fuerza está en el interior”», que «nunca se olvida lo que fuimos», que «no olvidamos nuestro pasado». Pues debe de ser gente con mejor cabeza que yo.

Abro cajas y veo libros que por la pinta debieron costar una pasta. Y no entiendo muy bien por qué los compré.

Veo dedicatorias de gente que apenas recuerdo y tengo que cerrar los ojos para intuir en qué momento firmaron mis libros. Pero poco a poco todo va teniendo sentido.

Veo libros de fotografía, que, después de tanto tiempo, reconozco como mi inspiración. Veo cientos de poemarios y releo versos que, sin saber por qué, me vienen a la cabeza día tras día. Y, sobre todo, van apareciendo todas esas cosas que acompañan los espacios de leer.

Las fotos, las putas fotos que “nos devuelven un tiempo de rosas”. Las figuras de los múltiples viajes, ¿tanto he viajado para tener esta colección? Los cuadernos, las cajas (mejor no abrirlas, ¿o sí?), las piedras, los textos…

Y de repente, la silla de montar de mi Madre. Maldita Magdalena de Proust. Es la silla de montar en mula de mi Madre.

Y no tendría mucha importancia si no fuera por la contradicción entre los términos: silla de montar – mi Madre.

Después de verla toda mi infancia tirada por la casa de mis abuelos como un trasto sin valor, decidí restaurarla y convertirla en una silla que estaría junto a mis libros.

Uno no puede estar unido a la biografía de tantos que descansan en las baldas y no saber que el sitio donde tu madre subía en burro merece un lugar de honor.

Muchos me lo dicen y otros no se atreven, pero lo piensan. Tu madre, y por supuesto tú, debíais ser de buena familia para tener silla de montar en aquellos tiempos.

Mira la silla.

No es como la de las guapas niñas bien de “Lo que el viento se llevó”.

Es una silla de pobres que intentan guardar como pueden la dignidad. Montada de lado, sobre las mantas del lomo de la mula, las chicas recorrían los caminos de la Mancha diciendo esa estupidez de: “somos pobres pero honradas”.

Y de nuevo recuerdo cuando me contaba que mi abuelo, su padre, no la dejaba ir a las faenas del campo para que no se pusiera demasiado morena y el color delatase su condición de labradora.

Mi pobre Madre que era de Cotillas provincia de Albacete.

Allí donde había sillas de montar de lado en mulas y las chicas no debían estar demasiado morenas para no parecer de pueblo.

Y así, como un homenaje a esa dignidad de los pobres, descansa la silla de mi madre en mi biblioteca.

Y así caja a caja voy descubriendo lo que soy, y como dice Bono, rodeado de los recuerdos que me ayudan a vivir.

Y no hay un solo día que no vea la silla de mi madre y recuerde las peloteras que tenía con ella cuando yo descubrí que no era igual que ella:

– Hijo mío, yo siempre seré pobre pero honrada.

– Madre, tú siempre serás pobre y encima honrada.

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