La importancia de llamarse Artemio
Yo tuve un tío abuelo que se llamaba Artemio. Y cómo sería su influencia, o la falta de originalidad de mi familia, que mi padre también se llamó Artemio. Y lo más acojonante es que también intentaron ponerle Artemio a mi hermano. Alguien con un poco de cordura y modernidad, en el último momento, intentó disimularlo poniéndole en el acta de nacimiento José Artemio.
Nos pasamos la infancia soportando, sobre todo él, las más diversas interpretaciones del dichoso José A. Selva. La más benévola era José Antonio, pero todas las acepciones de José A. eran posibles. Y a fuerza de intentar no destacar, de no andar siempre dando la nota, das por bueno casi todos los nombres del santoral menos el tuyo.
Y lo intentas casi todo, hasta que un día vuelves a tu pueblo, de la mano de tu padre y junto a tu hermano, y en una esquina, de las que antes estaban habitadas, una señora con mucho salero, sin importar que fuera una de las primeras personas que yo conocí con un cáncer diagnosticado y con fecha clara de caducidad, grita a pleno pulmón:
– Artemio, ¡menudo Artermiete más guapo te ha salido!
Y en ese momento, en ese exacto momento, uno toma conciencia de que el lastre que ha arrastrado durante tanto tiempo en silencio, como las hemorroides, en realidad es un don.
Yo miraba a mi hermano, a José A. y ahora era Artermiete, y lo decía La Eugenia que estaba en tiempo de descuento.
Mi tío abuelo Artemio era agente medio ambiental. Claro que entonces no se llamaban así, eran forestales del Icona. Y ejercía sus labores en un pueblo que se llamaba, se llama, La Osa de Montiel.
Yo nunca fui muy listo, tampoco en la niñez, pero no hay que ser Premio Nobel para saber que alguien que se llama Artemio y trabaja y vive en La Osa de Montiel tiene que ser un personaje. Y que La Mancha solo puede reforzar a personajes como éste, está de sobra demostrado.
No tengo espacio, ni capacidad literaria para describir a uno de los adelantados de la España profunda, lo que ahora llamamos la España Vaciada. Que tuviera un Ford T en su desvencijado garaje manchego no sería suficiente si no fuera porque el prodigio automovilístico convivía con un halcón, (o un águila, no sé, era gigantesca) en libertad, que igual descansaba en el asiento del Ford, que se cagaba en el capó o se lanzaba a la cabeza del incauto que entraba a cotillear en el garaje sin las debidas precauciones.
Mi padre Artemio II sentía admiración por él, no por el halcón, por su tío. Imagino que, sintiéndose heredero de la tradición de los Artemios, o se odia o se ama al culpable de semejante desaguisado.
Mi padre, que también era de tener en casa de Madrid decenas de perdices de reclamo que enloquecían en primavera cantando sin parar (ya me gustaría a mí ver ahora, en la era del ecologismo, lo que dirían los vecinos de un personaje como mi padre, sobre todo si se llama Artemio), admiraba a su tío.
Mi madre igual menos.
Tenía la habitación de estar, porque salón, lo que se dice salón, no era, llena de póster de los primeros e ingenuos desnudos de la transición. El Lui, el Papus, el Interviú. Realmente para la época era una modernidad casi igual al Ford T del garaje.
Claro que mi madre no debía verlo así.
Y sin embargo para mí, ingenuidades de la edad, lo que más me sorprendía no eran los desnudos, era como colocaba los pósteres en la pared en rigurosa geometría y sin ningún elemento visible que los sujetara. Tanto era así que un día le pregunté.
Y tanto me alucinó su respuesta que de todas las peculiaridades de semejante personaje es lo que mejor recuerdo, de una manera nítida.
Me dijo:
– con engrudo, chaval, las sujeto con engrudo.
– ¿y qué es eso?
– una mezcla de harina y agua
– ¿y eso pega?
– pues ya lo ves
Y mirando a mi alrededor entendí que el mundo que estaba por llegar pendía de esas paredes de La Osa de Montiel pegado con engrudo.
Modernidad en estado puro.
Tendrían que pasar algunos años para que Bauman y su Sociedad Líquida enunciasen algo parecido.
Agua y harina sujetando los iconos de la transición española en las paredes manchegas del fin del mundo.
Mi padre, que también se llamó Artemio, no tuvo valor para forrar el salón con póster del destape ni de tener un halcón en casa.
Ya eran otros tiempos y supongo que mi madre algo tendría que decir.
Pero no pudo sustraerse a los embrujos de llamarse Artemio y nos hizo convivir con perros, perdices, palomas, pollos…todos, ellos y nosotros en 60 metros del barrio del Lucero.
Uno sabe cuándo alguien es un personaje después de muerto. Imagino que desaparecidas las vergüenzas que todos tenemos en vida, aparecen las cosas como son.
Y después de tantos años, esta Navidad, la importancia de llamarse Artemio ha vuelto a nuestra vida.
Dice mi hermano:
– he conocido a un agente forestal en Valencia que dice que conoció al tío Artemio en La Osa.
– ¿y?
– dice que era un genio, que le debe toda su vocación y el amor que tiene por el campo y la naturaleza
– ¿entró alguna vez a su casa?
– no, eso no
– casi mejor
– ¿brindamos?
– sí, por la importancia de llamarse Artemio
Y por esa España de pueblo pequeño que nos devuelve la importancia de tantas cosas que ya casi habíamos olvidado.
Feliz año.
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