La dichosa magdalena de Proust

La dichosa magdalena de Proust

Dice mi amigo Enrique Bauluz que la palabra «dichosa» igual vale para bien que para mal.  Por lo de dicha y por lo de cansino. Cada uno que se lo aplique como más le guste.

Durante casi toda mi juventud pensé que la Magdalena de Proust era una persona que, como mi tía-abuela, se llamaba así. Buena lección de humildad para el listillo que me creía por haber leído «Los diálogos de Platón» o «La agonía del cristianismo». Y por supuesto sin enterarme de nada.

Con el tiempo acabe leyendo «En busca del tiempo perdido» y descubrí lo que significaba para Proust el famoso mordisco a la magdalena, que resultó ser un simple bollo. Pero de pocas cosas he sacado tantas enseñanzas como de ésta. Aunque antes de leerlo y de entenderlo del todo ya intuía yo que no era posible que hubiera tantas “las mejores croquetas las de mi madre” como madres hay en el mundo o “como las morcillas de mi pueblo no hay otras” habiendo tantos pueblos en el planeta.

Y no será, pensaba yo, que esto del gusto es un poco relativo…

No puede haber tantas mejores tortillas, cocidos perfectos, niños especiales, pueblos más bonitos... y lo mejor: «como aquí no se vive en ningún sitio”  habiendo tantos sitios en el mundo en los que fui feliz.

Y entonces apareció Proust y me lo mostró meridiano (para qué si no es para eso sirven los clásicos).

Los olores, los sabores, las sensaciones… la vida es emoción. Y la emoción es siempre personal e intransferible.

Cuando comenzamos con este proyecto de hacer tomates, una buena amiga, que además era sincera, me dijo que nuestros tomates no le emocionaban. Que los que de verdad le llegaban al corazón eran los del padre de la persona que amaba, su suegro.

Y después me contó cómo los recogía en su huerta, cómo se los llevaba a casa y cómo ella, en un buen momento de su vida, se los comía.

Los nuestros no le emocionaban tanto, claro.

Es imposible desbancar la paella que uno toma en la playa, rodeado de amigos, cuando está enamorado. O cuando ve su primer iceberg. Por ejemplo.

Hoy he recogido nuestros primeros tomates. Feos, pocos, supervivientes del largo y duro invierno pirenaico.

Los he cogido con mimo, los he puesto en un plato y después de tomarme un vino los he probado. Como Proust con su magdalena, aunque él lo hiciera con leche.

Y como dice Luis Sepúlveda en su Patagonia Express:

“Entonces, luego de carraspear, Don Ángel dijo el más hermoso poema con el que me ha premiado la vida, y yo supe que por fin se había cerrado el círculo, pues me encontraba en el punto de partida del viaje empezado por mi abuelo.

Don Angel dijo: – Mujer, trae vino, que ha llegado un pariente de América.”

Y nosotros, un año más, también hemos cerrado el círculo. Como un nuevo milagro, ya tenemos tomates. Y será un placer compartirlos con vosotros. Seguro que os emocionan, creo.

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