Verbeque’s bar

Verbeque’s bar

No se llamaba así. Ni nada parecido. Pero Ella estaba allí y para nosotros era el Verbeque’s bar.

Y solo por que alguna vez coincidimos y apareció cuando estábamos ahítos de dry martinis, arroz paellero y Partagaz. Ella, celestial y sublime, estaba fugaz en la barra.

Si alguien como Natalia Verbeque está en un bar, el bar ya no puede llamarse si no es Verbeque’s bar.

Por supuesto que hemos vuelto muchas veces después. Pero ella ya no estaba.

La vida te da esas cosas fugaces que nunca sientes como efímeras pero que nunca vuelven. Ella jamás volvió pero para mi amigo Enrique, y para mí, siempre será el Verbeque’s bar.

Ahora que tan denostadas están las ciudades hay que salir en defensa de ellas. No se llenan de gente porque sí. Están a tope porque lo más cerca que se puede estar de Natalia Verberque siendo de Huesca es en Madrid. Y es por eso por lo que merece la pena agonizar en un piso de mierda y con un trabajo mal pagado. Solo por poder ser libre. Libre de no tener recuerdos, de no tener familia que te ate, de no tener sexualidad predefinida. Solo por poder coincidir con Natalia Verbeque en la barra de un bar. O con Paco León, o con su puta madre.

Para mirarte dentro y no ser capaz de ubicarte en tu pueblo, sentir el vértigo de no ser de ningún sitio, y ser de todos. De ser anónimo, de ser libre.

Pero ahora os contaré otra historia.

Recorro los caminos del campo que me rodea, de mis tomates, de mi molino, de mi gente. Y veo bidones de agua de mil litros, un paisaje anómalo y singular. No entiendo nada, parece algo imposible. Debajo de cada almendro un bidón de 1000 litros de agua. Imposible regar árboles de secano que desbordan  los campos que nos rodean.

Pregunto a «los del pueblo», contestan:

– es de «La Bayona», si se le seca un árbol se muere.

– ¿Y qué?: «va árbol en árbol moviendo el depósito para regarlos y que no se sequen».

Es imposible, no se puede regar árbol por árbol, ni los faraones podrían. Él si, él esta enamorado de sus árboles.

Me lo encuentro un día en un bar donde solo hay un bar y le pregunto:

– «Estás regando lo almendros uno a uno»,

– «sssííífff», -me responde con voz mortecina,

– «me quitan la PAC porque son de secano  y si los riego me retiran la subvención»,

– «¿cómo?»

– «solo quiero jubilarme para poder regar mis almendros sin amenazas».

Me cuesta entenderle, yo no soy de aquí, soy más de Verbeque’s bar y no entiendo. ¿Cómo se puede multar a alguien que ama así a sus árboles?

Le miro fijamente. No hay redención posible. Casi ni le entiendo cuando habla. Habla en fabla. Pero ellos son los que velan por nosotros cuando ya creemos que todo esta perdido. Él no lo sabe pero es así.

Y de nuevo, recuerdo, casi con sangre, las palabras de Saramago en la aceptación del Nobel: «Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver».

Y pienso en los almendros de Bayona, uno por uno. Y también, como él, los abrazo. Y en la Verbeque que conocí con Enrique.

Feliz Navidad.

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